Culpo a Borges de haberme alejado de Ortega. Bastó un par de ironías leídas a los dieciséis años para que lo evitara o leyera con prejuicios. Es cierto, no es un artista de la prosa (“debió contratar como amanuense a un buen hombre de letras, un negro, para que escribiera sus libros”) y, en su afán de exactitud, sacrificó con frecuencia el estilo, pero hoy, leyendo esta definición de crítica en las Meditaciones del Quijote, me dieron ganas de estrecharle la mano:
“Son, en efecto, estudios de crítica; pero yo creo que no es la misión importante de esta tasar las obras literarias, distribuyéndolas en buenas y malas. Cada día me interesa menos sentenciar; a ser juez de las cosas, voy prefiriendo ser su amante.
Veo en la crítica un fervoroso esfuerzo para potenciar la obra elegida. Todo lo contrario, pues, de lo que hace Sainte-Beuve cuando nos lleva de la obra al autor, y luego pulveriza a este en una llovizna de anécdotas. La crítica no es biografía ni se justifica como labor independiente, si no se propone completar la obra. Esto quiere decir, por lo pronto, que el crítico ha de introducir en su trabajo todos aquellos utensilios sentimentales e ideológicos pertrechado con los cuales puede el lector medio recibir la impresión más intensa y clara de la obra que sea posible. Procede orientar la crítica en un sentido afirmativo y dirigirla, más que corregir al autor, a dotar al lector de un órgano visual más perfecto. La obra se completa completando su lectura”.